escribo y exploro y leo poesía.

lunes, marzo 16, 2020

Unos cuantos años

Se cayeron las torres una mañana de septiembre. Todos lo vimos en directo y no lo podíamos creer. Durante semanas vivimos con el pendiente de que algo más iría a ocurrir. Algo dramático, tan espectacular como la imagen del aeroplano que se estrellaba sin piedad contra la fachada de cristal y acero. Llegaron cartas con un polvo blanco. Anthrax, se llama. Un nombre que suena a infiernos o a un monstruo que se acerca sigiloso, como la sombra de los gatos en las noches de luna, para golpear con un zarpazo definitivo el borde de nuestro cuello. Pasó el tiempo y pudimos presenciar, también de manera simultánea y a varias cámaras, la hecatombe de misiles guiados y explosiones anaranjadas en la oscuridad de una ciudad bajo asedio. Muy lejos de nosotros, por supuesto.

Unos años después ejecutamos con miedo un ensayo de la pandemia en la puerta de nuestras casas. La gripe de los cerdos, la bautizaron. Pero no causo más que inconvenientes y unas cuantas muertes a las que nadie les puso nombre nunca. Un millón de muertes son una estadística, dijo un asesino famoso. No importaban. Los atentados terroristas aparecieron en las noticias de última hora. Bombazos y seres desquiciados que entraban a bares y conciertos con las ametralladoras encendidas para escupir ráfagas de muerte. Conductores que lanzaban autobuses contra la multitud en pleno carnaval. Aumentaron los controles de seguridad en el aeropuerto, nos quitaron las botellas de agua y los frascos de loción y tuvimos que desatarnos los zapatos, descartar los cinturones y someternos a una máquina de rayos equis que desnuda por igual al chamaco de 14 años y a la anciana de setenta y cuatro. Algunos aviones cayeron y fueron declarados desaparecidos después de exhaustivas búsquedas en las profundidades de los mares del sur con recursos tecnológicos absurdos. La necesidad de encontrar a nuestros muertos para estar seguros de que podemos enterrarlos o incinerarlos aunque no queden más que unos cuantos huesos que una prueba de DNA certifica como los correctos.

A la vuelta de la esquina se sucedieron las balaceras y los cuerpos colgados de los puentes peatonales a media madrugada. Siempre acompañados de cartulinas donde con faltas de ortografía y lenguaje burdo se amenaza con la misma muerte violenta y torturas a los enemigos de turno del cártel del narco aún no desactivado. Y aumentaron los cadáveres, los cuerpos sin nombre, las bolsas de basura de plástico negro, los contenedores de trailer refrigerado improvisados como morgues y abandonados en terrenos baldíos, en las afueras, donde el olor pueda mezclarse con el del vertedero que crece metros y metros cada año.

Y en Ciudad Juárez las mujeres comenzaron a aparecer destrozadas. Fragmentos de sonrisas rotas como las de un Garrick desahuciado. Y aún peor que los virus, más rápido, más maligna, se contagió la mierda. Las violaciones en grupo en un autobús en la India, una banda de borrachos en las fiestas de Pamplona, sacerdotes perversos y retorcidos como ramas de árbol seco y casi muerto, tíos y padres y hermanos y primos borrachos abusados en la infancia repitiendo como loros el dolor recibido y multiplicado por la culpa, vagones del metro atiborrados de manos y dedos y bocas y lascivia.

La completa comezón de la ignorancia que crece tanto que terminamos por arrancarnos la piel con las uñas afiladas del que nunca se las ha cortado más que a mordidas.

El ébola, Trump, París y ahora el virus. Han pasado veinte años.
 "Dragon" by Simon Rankin is licensed under CC BY-NC-ND 2.0

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