escribo y exploro y leo poesía.

viernes, abril 24, 2020

Kabúm

Desde el momento en que se levantó de la cama después de una larga noche de insomnio tenaz y atolondrado, la conciencia de que probablemente estaba transcurriendo el último día de su vida comenzó a minar la persistente sonrisa, esa señal definitoria de su personalidad que no mencionaba el pasaporte. Cuando se enteró a las diez de la noche, ocho horas antes, de que le tocaba el turno de actuar, en su cabeza se activaron largas letanías que dormían acurrucadas cerca de uno de los rincones más escondidos del subconsciente: junto a los escasos retazos de recuerdos agradables y la contundente lista de cuentas pendientes que saldaría dentro de poco.

Se desvistió. Frente a un alargado espejo de cuerpo entero colocó la inmensa pequeñez de su piel, los supuestos diez kilómetros de tapete en los que se convertiría si fuera estirada, las cicatrices que le fue imposible evitar, las que persiguió con ansias en los brazos de alguien, mujer u hombre, no importaba. En ese momento sólo valía la pena estar callado, permanecer como testigo inmutable colgado del cuello de la realidad. Como si fuera la sombra inequívoca de los buitres que sobrevuelan pacientes la futura carroña, el polvo que levantan a su paso los tanques del ejército, las piedras que en el aire buscan un blanco blando, una cabeza, la espalda de los soldados, escaparates. Cualquier lugar es bueno para estrellarse. Lo había escuchado tantas veces que por sonar se convirtió en el dogma: cualquier lugar es bueno para estrellarse.
Tenía muchas rutinas por delante. Infinidad de pasos que había ensayado en un cuarto sin ventanas para eliminar el tiempo como variable, para acostumbrarse a estar fuera de todo, ser capaz de concentrarse tanto que los movimientos fueran aprendidos por la yema de cada dedo, registrados con minuciosidad por el rabillo del ojo para ingresar al acervo de los gestos automáticos, las expresiones de los padres repetidas de forma inconsciente, el instinto profundo. La prueba suprema fue llevarlos a cabo borracho, mantener el pulso firme requerido para los detalles finales del proceso aunque todo girara hacia la derecha, la izquierda, la derecha de nuevo y la izquierda al final.  Primero debía alinear los explosivos sobre la mesa, colocarlos en grupos de tres, contar las cargas dos veces, comprobar que cada rectángulo envuelto en papel aluminio estuviera conectado a los demás por todos los cables: rojo, negro y verde. Después había que buscar la cinta adhesiva color marrón y cortarla en tiras largas, lo suficiente para darle a su torso cuatro o cinco vueltas. Esa era la mortaja. No hubo necesidad de afeitarse el pecho pues lo había hecho una semana antes.  Cuando terminó de envolverse como regalo macabro, se puso la camiseta blanca de algodón que había comprado para ese día. Miró su nombre bordado en el frente. Las letras invertidas que le devolvía el espejo le recordaron la clave que empleaba para leer el correo electrónico. Encendió la computadora y se conectó a la red.  Tenía grabado el último mensaje que enviaría. Lo abrió y seleccionó todas las direcciones del listado. Le llegaría a los amigos, a compañeros desconocidos que pasaban las horas encerrados, igual que él, en habitaciones anónimas desperdigadas por el mundo, a una mujer que había conocido a través de la computadora, los periódicos más importantes, embajadas y una organización humanitaria que con seguridad estaría involucrada con las víctimas. Terminó de vestirse y preparó un café. 

La taza caliente y sudorosa en el cuenco de sus manos lo relajó. El humo se confundía con el de un cigarrillo que dejó consumirse en el cenicero de vidrio amarillento sobre la mesa. Masticó el líquido negro que dejaba al tragar un rastro ardiente en la garganta, el esófago y un punto cerca del centro del estómago que no podía tocar a través de los paquetes en el vientre. En un mapa del metro escribió varias frases sin sentido. Estaba seguro de que tarde o temprano los investigadores reconstruirían el día que estaba transcurriendo y le daba un secreto placer pensar en la pista que les estaba dejando. Era imposible descifrarla porque significaba nada. Rió en silencio, comprobó el reloj, se paró en el centro de la habitación con la taza todavía entre las manos, dio un trago largo mientras estiraba la cabeza hacia atrás para que hasta la gota más empecinada recorriera el precipicio de porcelana y se desplomara en la lengua. Tiró la taza al piso y cuando se rompió volvió a sonar en su cabeza la frase cualquier lugar es bueno para estrellarse. Su mano derecha comprobó la existencia del botón detonador en los pliegues del bolsillo correspondiente y entonces, ya listo, abandonó la habitación para perseguir su destino, la muerte que había seleccionado.

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