escribo y exploro y leo poesía.

domingo, mayo 31, 2020

Periódicos matutinos. Juanjo Junoy

Todas las mañanas leo el periódico mientras permito que una abundante cantidad de café, ese líquido negro que expande las pupilas y provoca mayor irrigación en el cerebro, baje con prisa por el centro del torso hasta el estómago. Además de tratarse del único entretenimiento que disfruto, es la mejor manera de encontrar la punta de la hebra que debo desenredar. A eso me dedico. El dinero no es una preocupación. Uno de mis antepasados hizo negocios sucios y consiguió acumular la considerable cantidad que ha pasado de generación a generación en la pequeña familia de la que provengo. No es prudente hacer muchas preguntas sobre el tema. Sé por lo menos que el carácter taciturno de mi madre tiene su origen en algo relacionado a ello. Es uno de los pocos casos que nunca intentaré resolver. Tengo la impresión de que si lo hiciera le quitaría al pasado cualquier posibilidad de sorprenderme.  Eso nunca lo toleraría. A partir de las pequeñas incertidumbres que me componen he construido lo poco que motiva músculos, cerebro y extremidades a continuarse moviendo en un entorno tan aburrido como esta ciudad, este país y este planeta.

Las novelas de Chandler, Simenon y Poe son las culpables de que haya elegido esta particular forma de resolver la necesidad de llenar las horas con algo. Recorro las noticias con avidez. Nunca los deportes o la sección internacional. Esas no tienen importancia. Me dirijo a la página roja: crímenes, cadáveres, desahucios. Froto los dientes superiores con los inferiores, aprieto, salivo. La satisfacción es enorme. Será que hay que estar cerca de la muerte para ser consciente de cada inhalación, del ritmo certero y preciso del músculo cardíaco, de la corriente eléctrica que nos anima. Me tranquiliza. Al principio elegía casos de apariencia sencilla: un arranque pasional, el desfalco y consecuente suicido al ser descubierto del gerente de la institución financiera de una ciudad de provincia, el robo de joyas en la casa donde vive un hijo adolescente que ha sido dado de alta en programas de rehabilitación por drogas dos veces. Siempre se trataba de hechos en los que el culpable había sido descubierto. Me entretenía reconstruyendo la secuencia de los hechos, tomando fotografías del lugar del crimen, documentando en libretas negras y alargadas los hallazgos que confirmaban el veredicto. Aprendí a entrevistar, manipular, engañar, suplantar, escarbar, sobornar, presionar, indagar y disimular. Cuando comencé a descubrir en las libretas datos adicionales a los que había logrado obtener la policía, supe que estaba preparado para dar otro paso. Lo medité.

Hay decisiones que no deben tomarse aprisa. Estaba seguro de que inmiscuirme más a fondo en estas investigaciones podía volverse peligroso. Sobre todo si se trataba de casos en los que no hubiera un culpable arrestado. Fue precisamente ese margen de riesgo lo que inclinó la balanza. Con la certidumbre de quien compra un anillo de diamantes busqué algo más arriesgado que lo que había hecho antes. Pasaron varios días en los que falsas expectativas creadas por titulares alarmistas me hicieron dudar de la decisión que había tomado pero un lunes, temprano, cuando ya con los ojos recorría las letras negras y llenaba de tinta fresca unas huellas digitales que luego dejarían evidencia en el mango de una taza de café blanca, encontré lo que buscaba.

Osamenta de mujer de cincuenta y ocho años encontrada en apartamento de lujo. La primera lectura fue prometedora. Se trataba de una viuda, pudiente y tímida. Nadie se había preocupado por ella en ocho meses, lo suficiente para que el cadáver se pudriera y fuera masticado o procesado por los insectos encargados de ello. Junto a su esqueleto se encontró el del gato. No se especificaba si en el regazo o a los pies. Me pareció importante en ese momento pero no hubo nada que reforzara la idea, así que la dejé perderse en el limbo de las suposiciones absurdas. Había ocupado el penthouse del edificio, piso doce. El viento se deshizo de cualquier aroma que despertara sospechas y debido a ello, la vida continuó en el resto del edificio durante esos ocho meses de acuerdo con las rutinas cotidianas. ¿qué habrán soñado todas esas personas con un muerto encima de sus cabezas?

El cuerpo se descubrió cuando la compañía inmobiliaria decidió entrar en acción al no tener noticias de la inquilina ni haber recibido los pagos correspondientes al tiempo transcurrido. Un comprador apareció y forzaron la puerta para hacer las visitas de rigor. Según sus declaraciones a la prensa, el desorden le hizo sospechar que algo no estaba bien.
Es lo que dicen todos. Cuando las cosas han ocurrido es fácil encontrar señales ocultas sobre ellas, detalles premonitorios y contundentes, en cualquier trivialidad. Los datos eran correctos: había una gruesa capa de polvo que cubría los muebles, un par de sillas mal colocadas y varias cajas de pizza vacías sobre la mesa, unas encima de otras como piezas de lego formando torres. En la habitación encontraron ropa desperdigada, varios libros abiertos sobre la cama y un estuche de maquillaje con diferentes colores mezclados en un charco de humedad superficial. Y la cocina exhibía condiciones similares: al abrir el refrigerador una considerable cantidad de comida podrida dejó escapar un espeso aroma amargo.. El grito, la sorpresa, los gestos de asco y el vómito incontrolable los estaban esperando en el cuarto de la televisión. La terraza estaba abierta y la alfombra a su alrededor, húmeda. La mujer murió sentada o fue colocada ahí, en la silla alta, si es que se trataba de un asesinato. Le daba la espalda a la puerta y miraba hacia fuera, al mar.

La situación se iba volviendo fascinante a medida que pasaban los días. Los periódicos se enamoraron del asunto tanto como yo y contribuyeron a mi empeño dándole espacio constante en sus páginas. Hizo acto de presencia una hija de la mujer. Habló de fuertes discusiones que las llevaron a separarse varios años antes. De su salida de la ciudad y las pocas cartas que escribió hasta darse cuenta de que no encontrarían repuesta. Las insinuaciones entre líneas apuntaban a una frialdad cuidadosamente fermentada, un rencor difícil de ocultar, peleas, insultos de los que más duelen porque son pronunciados por alguien cercano. ¿habrán sido las preferencias sexuales de la muerta las que provocaron la separación? ¿la gota que derramó el vaso?  Nunca se especificó si la heredera viajaría para identificar el cuerpo, si existían otros familiares o si había una herencia de por medio. Anoté en la libreta que adquirí para un caso tan inusitado, la importancia de obtener información para llenar los huecos en la historia de esa mujer tan esquiva y solitaria. La relación con el gato volvió a parecerme fundamental. También las palabras de la única amiga a la que fue capaz de encontrar la prensa. Parca, con una mezcla de miedo hacia las autoridades y una exagerada atención, declaró que muchas veces dejaban de tener contacto durante períodos largos y por eso nunca le pareció extraño no verla. La describía como una persona amable, tranquila, preocupada por los demás, alegre. Y ninguna de esas características encajaba con la imagen que yo había construido de ella en las notas que tomaba con puntualidad. Provoqué una visita  a su casa para saber más y me hice pasar por agente de seguros.

La tristeza era honesta. He descubierto que lo más importante cuando uno trata de sondear a los testigos es establecer, antes de nada, la credibilidad que tienen las palabras que va a escuchar. Eso se puede lograr mirando a los ojos de la persona que habla.  A mí no me cuesta mucho describir cuál es el imperceptible guiño que delata, el brillo fugaz que confirma, la apertura correcta de la pupila que hace correr el velo. Lo percibo de manera inmediata, visceral, automática. En este caso, la mujer que caminaba frente a un librero de caoba, con dos tazas de café humeando desde una bandeja redonda de madera, cogía con seguridad los bordes de las cosas, las colocaba en la mesa con el pulso firme y me dirigía atisbos tristes, con una sonrisa de resignación a la que correspondí frecuentemente durante la conversación. Habían sido compañeras de trabajo diez años antes y la timidez de ambas provocó una amistad que se fue fortaleciendo después de que la muerta enviudara. Quise llevar la conversación hacia otros datos más íntimos. Sin decir una palabra confirmó la sospecha acerca de lo que realmente las unía a las dos. Respeté el silencio y no ahondé más. En realidad sólo me servía para entender mejor esa vida que había terminado, las motivaciones detrás del encierro, la soledad.

La soledad fue lo que más me identificó con ella: a medida que descubría entre los entresijos de su rutina las razones para buscar la compañía de un gato y el silencio indiferente que emanó de la puerta del penthouse durante ocho meses, las cuentas sin pagar, las llamadas telefónicas que nunca fueron contestadas y que, como consecuencia, sólo provocaron que un empleado de telemercadeo borrara el número de la lista de prospectos, fui dándome cuenta de que la muerte había sido natural. Aunque nunca se habló de que faltara alguna de las pertenencias de la anciana en el departamento, corroboré la falta de motivos para matarla con un amigo en la policía. Noté que nadie acudió al entierro más que la única amiga que parecía haber tenido, los encargados de la funeraria que habían sido autorizados desde el exterior por la hija y yo. Supe de las visitas al psiquiatra, de dos ocasiones en las que tuvo que ser internada debido a crisis nerviosas, del prozac, effexor y varias combinaciones de pastillas que explicaban silencios, aislamiento y la inmovilidad que lleva al abandono.

La investigación oficial llegó a las mismas conclusiones que las mías lo que en teoría era suficiente para darme la satisfacción de haber resuelto el primer asunto de mayor calibre en el que estaba envuelto. Sin embargo dormir se convirtió en una tortura. Las sábanas parecían barrotes de una cárcel en la que se me impedía cerrar los ojos. El insomnio es síntoma de que una preocupación se quedó dando vueltas sin resolver, de que faltan dos puntas de la cuerda por atar, un giro de la llave, el número final de la combinación que abre la caja fuerte. El insomnio multiplica las especulaciones, calienta la planta de los pies, obliga a buscar entretenimiento, distracciones, lectura. Es una serpiente que se introduce en el espacio que hay entre la ropa y la piel para agitarse indiscriminadamente y estimular sensaciones en todo el cuerpo. Busqué un libro para perseguir entre las palabras aquellas que, monótonas, harían que cayera en la deliciosa anestesia del descanso. Edgar Allan Poe. Infinidad de veces he pensado que ciertas concatenaciones de hechos no obedecen a un azar desatado sino a una serie de reglas específicas difíciles de comprender pero que se cumplen a rajatabla. La selección del texto y la manera en que se ajustó al estado de ánimo que me acometía, provocarían intensos debates entre detractores y defensores de la parapsicología, de los fenómenos más allá de toda demostración científica y de las gitanas que leen las cartas, las manos o el café a cambio de unas cuantas monedas.

El texto trataba de un hombre, su esposa y Pluto, el gato al que habían visto crecer y habían cuidado y alimentado. Por algún motivo tortuoso, una desesperación a la que contribuyó el ambiente con abundantes sombras y recovecos, fue apoderándose del hombre, lo llenó de espasmos de violencia incontrolable que aunque tardaron, se revelaron en episodios cada vez más serios y que culminaron con la muerte del animal. Otro felino lo sustituyó. Las turbadoras semejanzas en color y señas particulares como el ojo tuerto, no hicieron sino incrementar esas voces silenciosas en el cerebro del hombre, que se mantenía al borde siempre de explotar, como una sartén llena  de aceite hirviendo cuando entra en contacto con gotas de agua. Un hacha. Escaleras angostas. El golpe equivocado que estrella el filo del arma en el cráneo de la esposa. Locura. El hombre esconde el cuerpo entre las paredes y construye una historia que lo libre de sospechas. Infructuosamente busca al gato negro pero aunque escucha pisadas, aunque lo presiente correr por el pasillo detrás de la pared, no logra capturar con la esquina del ojo su figura. Enfrenta a los policías sereno, hace alarde de un control que hubiera evitado el caos, se muestra amable, los invita a sentarse y mantiene la conversación animada hasta que una nueva voz se entromete y le murmura al oído. Unas cuantas líneas bastan para describir el estallido que lo lleva a levantarse, caminar agitado y confesarlo todo. Cuando la pared se rompa y mire de nuevo el cadáver escondido, encontrará al gato que escuchaba y no veía, asfixiado en un grito. No podía tratarse de una coincidencia. Era la tercera ocasión en la que el animal se insinuaba como factor decisivo en el caso.

Hay quienes abren un libro por cualquier página para obtener respuesta a sus dudas, otros consultan el I-ching, yo soy terco. Por eso entro en estado de alerta cuando un hecho se repite, cuando la realidad se pone en plan testarudo y machaca. Conseguí las llaves para ver el departamento que ahora nadie quería comprar, después de abrir pasé por debajo de las cintas amarillas colocadas por la policía y que aún cruzaban la puerta formando una equis. Recorrí el lugar lentamente porque era de noche y no quería encender la luz. Toqué con los nudillos en todas las paredes, buscaba la resonancia que pone en evidencia los espacios huecos. A las cinco de la mañana llegó la luz, acompañada por el sonido de los primeros autobuses, los vendedores de café y una ciudad despertando. Todos los muros eran sólidos y gruesos menos uno, el de la habitación. Los golpes que di los devolvió una mano enojada. Probé con el piso y agachado, recorrí de nuevo el trayecto. Tenía la impresión de ser un cirujano experto en busca del punto preciso donde realizar la incisión.  Al llegar junto a la terraza donde había sido hallada la calavera, en el mismo lugar que ocupaba la silla, el golpe de los puños se repitió amordazado. ¡Había encontrado la punta de la madeja!

Comenzó a desenredarse el nudo. Yo no había dormido, percibía todo en un estado similar a la fiebre: desde lejos y al mismo tiempo a través de una poderosa lente de aumento. Las conversaciones agitadas y sorprendidas de los policías que sacaron el cuerpo del nicho en el que estaba, aunadas a dos tazas de café caliente que tragué de golpe, estimularon mi atención. Se trataba de un esqueleto más. Lo vi marcharse en una camilla hacia el forense y decidí regresar a casa. Tenía la seguridad de que el insomnio caería rendido en la primera batalla.

La primera plana del miércoles anuncio el hallazgo. Reviví una versión ligeramente distorsionada de lo que había ocurrido la noche anterior. Por fortuna, el artículo no mencionaba más nombres que el del forense. Describía también los análisis realizados y la identidad del cadáver: ¡el esposo que había fallecido ocho años antes! Además, daba cuenta de la bala calibre 22 que, alojada en una pequeña cavidad detrás del cráneo, había pasado desapercibida en el primer examen de la osamenta. No tuve tiempo de reaccionar siquiera. Esa tarde la edición vespertina informó sobre el arresto de la amiga a la que antes había entrevistado. Confesó todo: la complicidad con su amante, el disparo a quemarropa, la hija que sospechó y tuvo que ser apartada de la madre con mentiras, las peleas y finalmente, el polvo de veneno para ratas que los reproches de esa anciana que la culpaba de su soledad le hicieron espolvorear en la pizza y las croquetas del gato.

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