escribo y exploro y leo poesía.

sábado, julio 04, 2020

Texto acerca de un hombre que se levanta del sofá casi al llegar el ocaso.

La tarde es absurda como siempre en la ciudad. Pero él permanece inmune. No se deja derrotar por el paso de la luz hacia la noche que significa su muerte. Se levanta del sofá al que no debía haberse rendido  unas horas antes y se despereza. No sabe cuánto tiempo ha permanecido dormido ahí y cuánto solo con los ojos cerrados rumiando remordimientos, planes inconclusos y, sobre todo, las culpas que se acumulan día tras día en una torre que en algún momento terminará por caer. Si no por la fuerza de la gravedad que la domina, por aburrimiento. A veces las cosas suceden porque se cansan de no hacerlo.

Camina hacia el espejo dentro del cuarto de baño. Lo hace con calma. Si  de pronto moviera los músculos a una velocidad cercana al promedio de velocidad de los seres humanos a las seis treinta y tres de la tarde, probablemente se desharía en jirones y el dolor de los tendones tensos lo haría caer al piso. Con lentitud de caracol llega a su propia imagen reflejada y encuentra los ojos con bolsas oscuras debajo, la frente ancha que se confunde con la calva incipiente, la nariz gruesa, los labios delgados y el mentón que tanto le sirve para frotarlo cuando duda, que es casi siempre.

El agua en la cara lo regresa a un estadio cercano a la normalidad. Es casi humano de nuevo. No recuerda nada. Los días han transcurrido uno tras el siguiente como si fueran el mismo y tan sólo unas cuantas horas hubieran ocurrido desde la semana pasada, el mes anterior, el año que lo precede. Las fechas en el calendario ya no significan nada para él y está consciente de ello. Tal vez le gusta saberse así, presa de la ausencia de tiempo. Pensar que el último reloj al que le vio la carátula se esconde debajo de unos guantes que nunca habrá de usar en el tercer cajón del lado izquierdo de un mueble en el desván, al que nadie sube desde hace mucho. Desde que murieron los hombres y las mujeres que fueron dueños de las cosas que se acumulan allá arriba.

Al salir del baño su mente juguetea con la idea de regresar al sofá. Ya afuera la luz del sol es débil, casi roja, y pronto llegará la oscuridad de las nueve, las nueve y media, las diez menos cuarto. Entonces no importará si duerme o se queda quieto, casi como muerto, con los párpados encajados el uno en el otro.

Pero no. Tiene hambre. Le escarba el interior del estómago una rata que no ha sido alimentada en días y quiere devorarlo todo a su paso. Como uno de esos artilugios modernos que destrozan los bosques en sustitución de cien leñadores que ahora cobran el seguro del desempleo para bebérselo en tugurios oscuros donde mujeres danzan con sus sombras en rincones que huelen a besos añejos y de mentiras. Como son siempre los besos en los bares oscuros donde tragan sus miserias las personas que ya no tienen nada que hacer en la vida más que entregarse a la derrota. Una manera muy digna de terminar este absurdo trajinar por la sucesión de 24 horas que no significa nada más que dolores, terror y de vez en cuando una sonrisa o un orgasmo. Pagado o merecido.

Sale a la calle. En el trayecto deja atrás un perchero vacío, el que albergaba el abrigo que ahora lleva puesto, una puerta cerrada, setenta escalones y el portal donde se cruzó con una mujer que llegaba con prisa. Tal vez para alcanzar la cita con el ginecólogo del cuarto piso derecha antes de que termine el horario de atención a clientes.

Sobre la avenida rugen los autos, se persiguen camiones, juguetean transeúntes que intentan cruzar a la otra orilla. Un par de niños aprovechan la pausa del semáforo para montar un espectáculo ensayado mil veces por la noche para que nada falle y poder recoger más monedas. El pequeño monta en los hombros del más alto. Debe ser su hermano o su protector. Entre los niños que habitan la calle las amistades se convierten en lazos de sangre que no duran más que un alimento que no alcanza para los dos. Ahí todo se tuerce.

Mira sus pies andar sobre el asfalto. Lo hace con una concentración tal que cada paso, aunque dure lo que duran los pasos de las personas, parece ser mucho más largo. Como si lo pasaran en cámara lenta durante la transmisión de un evento deportivo. Para que la gente vea de manera clara la repetición del momento. El instante preciso en que la pierna golpeó la pelota o la pierna del contrincante. Es el morbo de tener controlada la realidad y poder regresar a ella como si fuéramos dioses. Como si el tiempo no corriera a la misma velocidad para todos y pudiera ser estirado a voluntad. Eso quieres, piensa.

La demás gente que camina lo esquiva y lo adelanta casi sin mirarlo. Como si fuera un obstáculo, el buzón, una alcantarilla destapada, basura que se acumula a los pies de un árbol raquítico, el puesto de quesadillas cerca de la esquina, un tubo de metal, las escaleras para entrar a un edificio. Él no lo nota, no lo siente. Sólo camina. Sabe a dónde va porque no va a ningún lado y por eso los destinos lo tienen sin cuidado. En ese sentido es, tal vez, más sensato que las personas que llevan prisa, los que corren, los que dan un paso tras otro casi como militares que quieren escapar de la batalla simulando que desfilan, el que espera ansioso a que cambie la luz para pasar a la banqueta de enfrente, el conductor del pequeño vehículo eléctrico de reparto, todos.

Al llegar a la esquina se detiene casi por instinto. Como si su cuerpo fuera capaz de procesar los estímulos que él no ve y entonces tuviera la habilidad de tomar el control sin requerir un sólo segundo de su atención. Esa atención que vaga por algún lugar mientras se mantiene concentrada en los zapatos negros y viejos y manchados y raspados que él mira fijamente mientras da un paso tras otro. Ahora los dos están detenidos en paralelo. Como dos automóviles al borde de la calle esperando a que el oficial de tránsito baje la mano de la que les ofrece la palma y les permita avanzar. Todo lo que le rodea parece tener prisa pero él se mantiene incólume. No permite que ese caos de la existencia, de la ciudad, se apodere de sus movimientos y así, en silenciosa protesta, se expresa, florece.

Hay quienes florecen de manera callada. Son los que cuando su semilla explota más que dar a luz, dan fuego.

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