escribo y exploro y leo poesía.

sábado, agosto 20, 2022

No recuerdo qué día fue

Tomó el lector de silencios y lo colocó encima de lo que parecía ser la frente del animal. Ese extraño ser que yacía atado a la base metálica del Sistema de Soporte Vital. Un modelo tan avanzado que había sido capaz de penetrar capas y capas de átomos hasta incidir en el nivel más profundo de las células que lo conformaban, si es que a eso se le podía llamar células. Las reacciones eran distintas. Ningún silencio. Consultó con el mecánico asignado por la sección 24 del código de búsqueda pero no obtuvo respuesta. 

 

La piel rugosa brillaba de manera extraña, una vertiginosa cascada de colores en cada fragmento, un caleidoscopio de sombras en constante movimiento. No respiraba. Sin embargo, después de 25 minutos quieto los indicadores de que una especie de vida bullía debajo de la capa húmeda se mantenían en los niveles más altos. Activó el computador, era inexplicable la ausencia de silencios. Ni un fallo en las lecturas. Todo correcto y sin embargo, nada, ruido. 

 

Se asomó a la ventana: Orión, lágrimas de luz, el repentino atisbo de agujeros que te atrapan cuando cierras los ojos y ves todo negro, las fantasías ergóticas de una Nébula que en continuo orgasmo pare estrellas, el silencio. Un sonido repentino lo hizo voltear. El extraño se movía. Los músculos hechos piedra, las extremidades temblando, el ojo abierto, las venas azules en pálpito. Se acercó a la mesa. Volvió a activar el lector de silencios y ahora, con resistencia, lo pegó al cuerpo encima del ojo que lo observaba con furia. 

 

Los resultados tardaron, tal vez, un par de segundos más. Los indicadores de resistencia del sistema de soporte vital sonaron quizá demasiado bajo, las correas podrían haber estado un poco más húmedas de lo recomendado, el extraño, era posible, tenía más fuerza de la esperada. Retrocedió. El animal comenzó a pronunciar una letanía veloz de palabras imposibles de comprender, un desbarajuste cósmico de proporciones incalculables; fórmulas matemáticas en lenguas babilónicas, tratados sobre el origen del universo en el extraño runrún de un lenguaje de los confines de alguna galaxia de un sector poco explorado, golpeteos furiosos de chasquidos de dientes que parecían contener saberes importantes o amenazas veladas, cantos monótonos en apariencia religiosos y gemidos que más que de placer parecían ser de nirvana puro. Probablemente aprendidos en uno de esos planetas de clima frío y montañosos, extrañamente parecidos a los que se filmaban hace ya más de un siglo cuando la humanidad no había salido aún de la tierra. 

 

Las palabras fueron perdiendo fuerza mientras lo observaba. Asustados los dos, los tres ojos conectados con la más poderosa de las relaciones energéticas posibles, el animal furioso y él quieto. Las luces de alarma de todos los sistemas enloquecidas, dando saltos en una vasta gama de colores imposibles, los hológrafos desconectándose en emergencia de manera automática para evitar sobrecargas y las luces del receptáculo de la nave trastabillando hasta decidirse por lo oscuro. Un solo foco rojo palideciendo en un rincón y el ojo lleno de furia clavado en su frente. Las correas resistieron. En el espacio profundo el tiempo corre de manera distinta, o relativa, o caprichosa. El único parámetro es subjetivo. La escena que acabo de describir puede seguir transcurriendo doscientos, trescientos años, sin que haya un desenlace. O suceder así, en un tris. Me gustaría pensar que se trató de una eternidad y que ese investigador y esa especie de algún planeta que se tropezaron, tal vez por error, en un momento de nuestro pasado, se siguen tropezando aún. Aunque estemos viviendo las consecuencias de ello. Ya no hay silencios. 

 

 El lector nunca dejó de funcionar correctamente. La casualidad hizo que esa especie en particular, de todas las especies posibles que hubiera podido encontrar el ser humano en ese viaje maravilloso que comenzó unos cincuenta años antes de que el planeta sucumbiera, de todas las especies o razas o como quiera que se deba llamar a esos seres extraños que son tan extraterrestres como nosotros, que ya no tenemos tierra; fuera la única especie ausente de silencios y por lo tanto hambrienta, muy hambrienta de ellos. Se desató la hecatombre. Diez años después quedaban tan pocos silencios que los poetas se extinguieron. Fueron los primeros de una larga lista. La música, la pintura, las novelas casi pornográficas de editoriales de terror o policiacas, las esculturas, las figuras de origami, los espectáculos de luces, los jardines, las recetas de cocina, las conversaciones frente a un fuego en algún planeta parecido a la tierra. Las pocas cosas que nos conectaban con esa especie que ya no éramos pero seguíamos siendo, los silencios. Y de tanto buscarlos nos habíamos encontrado con quien no debía haberlos conocido nunca. 

 

No sé quién leerá esto. No sé si importa. Está confeccionado con algunos de los pocos silencios que nos quedan todavía. Los más escasos. Los más valiosos. Han pasado ya tantos años y no sé que será de nosotros.

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