escribo y exploro y leo poesía.

lunes, enero 23, 2023

 Ese que vemos ahí soy yo. Sentado en una de las sillas alrededor de la mesa de reuniones. Uno de varios. Directores de arte que no saben dibujar pero usan la computadora a la perfección, ejecutivos de cuenta con la capacidad de mantener una sonrisa a pesar de cualquier circunstancia, clientes que observan con atención y displicencia, con la seguridad que da saber que uno tiene la última palabra; una redactora que toma notas en su cuaderno negro y una persona que habla sin que yo la escuche. Nada se escucha. Sólo hay gestos, movimientos, miradas, piernas que se cruzan y descruzan, bocas que dicen algo y manos que las acompañan para complementarlas. Hace unos instantes perdí el interés y moví con discreción la mano izquierda hacia mi oído. Con un pequeño clic apagué el audífono de sordera y entré en modo silencio. En el oído derecho no es necesario porque no llevo audífono. De ese lado no oigo ni a la orquesta filarmónica a unos centímetros. Nada que hacer.

La ausencia de sonidos me permite ver las cosas desde fuera. Como se ven cuando uno muere y se separa del cuerpo. Un teatro. Yo, cincuenta y pico de años encima, haciendo anuncios. Metido en oficinas de lujo en edificios de lujo y con un sueldo de lujo. A veces entretenido pero muchas aburrido. Como ahora. Saco una libreta también negra y comienzo a escribir. Palabras que empiecen con eme. Mientras muero me marean magos maléficos; me miran misteriosos, me muerden. Tonterías. Cuando veo que las expresiones cambian y la reunión está por terminar vuelvo a encender el audífono, a tiempo para escuchar que me hablan.

— Entonces, ¿nos vemos mañana?
— Hecho.

Le doy la mano al cliente y sonrío mientras salimos. La algarabía se desata. La gente se pone de acuerdo, se despide y se va con una sonrisa. Un éxito. Un anuncio más que en tres meses saldrá al aire. Y luego otro, y otro, y así, como si se tratara de una secuencia matemática de las que no terminan nunca.

En el estacionamiento me cruzo con un ejecutivo y Cata, la recepcionista, que van por cervezas. Agradezco su invitación pero no. Prefiero ir a tirarme al sofá. Un libro me espera. Y un vino. No necesito música. La costumbre de años de hacer las cosas en silencio es más fuerte. Y prefiero estar concentrado para dejarme llevar por alguna historia diferente a la que cada día me hace pensar.

Día siguiente. Se ve cómo llego a la oficina. Son las nueve y después de dejar el auto subo al ascensor. Voy solo. Es extraño a esta hora pero hay días con suerte. No hay que parar en cada piso para que alguien salga, no es necesario fingir un saludo, sonreír en falso o intercambiar algún comentario insulso sobre clima, tráfico o cualquier bobada. Se abren las puertas y camino hacia la izquierda por un largo pasillo. 214. Coloco el dedo índice en el aparato de las huellas para que se abra la puerta y cuando se enciende el foco verde, la empujo.

Entonces pasa. En vez de enfrentarme al rostro alegre de Cata en recepción lo que hay frente a mí es una pared blanca. El letrero que anuncia los apellidos de los dueños ha desparecido. Ni siquiera se nota el borde marcado en la pared como el que dejan los cuadros que no se han descolgado en siglos. Pintaron. Los sillones rojos y el escaparate con los premios recibidos por la agencia se han esfumado. Alarmado abro la puerta hacia el resto de la oficina y es lo mismo. No hay cables en la pared, ni escritorios, ni libreros, ni el garrafón del agua, ni la cafetera, los restiradores, las computadoras, la mesa de la sala de juntas. Nada. Tampoco hay restos de mudanza. El piso está impoluto. Las paredes blancas y el techo descubierto, como siempre, con los tubos de metal de aire acondicionado que le dan al espacio un estilo industrial. Pero sin muebles, sin gente, sin objetos. Y entonces entiendo que ha ocurrido lo que siempre temí. De tanto perseguir el silencio apagando el audífono, se salió de mis oídos para robarse las cosas.



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